La película de Pablo Agüero ha llegado el viernes pasado a la plataforma bajo demanda y ha sido la primera del ranking en numerosos países.
Las películas tienen dos vidas. Ya no se la juegan a una sola carta, la de las salas, sino que saben que después pueden tener una segunda oportunidad en las plataformas. Pasa también con las series. Alguna, como Toy Boy o Perdida pasaron desapercibidas en su emisión en abierto, pero se convirtieron en fenómenos al llegar a Netflix. De hecho, nunca hay que olvidar que La casa de papel comenzó en Antena 3 antes de que fuera un éxito mundial. La última en unirse a esa lista de películas españolas que triunfan al llegar a la plataforma es Akelarre.
La película de Pablo Agüero llegaba el viernes pasado, después de ganar cinco premios Goya en apartados técnicos, y ahora se ha convertido en un éxito en España, donde ha estado en el primer puesto de las más vistas durante el día de su estreno en Netflix. También el sábado, mientras que el domingo bajó al segundo lugar y hoy al tercero. Un éxito inesperado que refuerza la apuesta de la empresa por el cine español.
No sólo ha triunfado en España. Como había ocurrido en películas como Bajocero o Loco por ella, los países hispanohablantes han reaccionado muy bien al película -a pesar de estar hablado en euskera-. Por ejemplo, en Argentina, donde nació su director, debutó en el primer puesto del top ten y luego se ha mantenido en el 4. En Brasil nunca ha bajado del segundo lugar, y en otros como México o Uruguay también ha sido primera en su estreno y después ha estado entre las cuatro más vistas.
Akelarre cuenta la historia de un juez de la inquisición que a comienzos del siglo XVII, encomendado por el rey, arresta y acusa de brujería a unas jóvenes de un pequeño pueblo vasco. ¿Su delito? Bailar libres y cantar en un idioma del demonio: el euskera. Una trama que une este película histórico con el presente, donde el feminismo vuelve a estar atacado por el auge de la extrema derecha. Una frase resume la esencia del filme: “No hay nada más peligroso que una mujer que baila”.
Aquí se señala que, como dicen los cantos feministas, las brujas nunca existieron, que sólo fueron un invento del patriarcado para mutilar la libertad de aquellas mujeres que se atrevían a ir a la contra. Aquí las brujas no son viejas, no tienen la nariz aguileña ni verrugas en la cara. Son jóvenes, niñas y adolescentes, mujeres que empiezan a sentir el placer y que las acusan por ello. Las mujeres que bailan siempre fueron peligrosas, y por eso Pablo Agüero tuvo claro que quería contar esta historia. Algo había en ella para que un director argentino se metiera hasta las patas en un proyecto tan vasco, tan de las raíces y las costumbres, pero para él habla de todos.
Había una historia universal, porque en realidad “esta historia se ha dado en América, en Europa, las brujas de Salem… todas en la misma época en la que había una política de persecución y represión centralizada desde el vaticano y a través de las monarquías clericales”, tal como el director explicaba a este periódico en el pasado Festival de Cine de San Sebastián, donde compitió por la Concha de Oro.
Agüero hizo una investigación, y descubrió en Euskadi “el caso más potente y singular”, uno que funcionaba como resumen de lo que sucedía en todo el mundo, pero con un distintivo: “mientras que en otras regiones se acaba con todo, con las creencias, el idioma y cualquier cuestión cultural, aquí resistieron el idioma y las costumbres, y aquí ocurrió la historia más increíble de todos las que leí en los diarios de los jueces, porque este era el más delirante y barroco, pero al mismo tiempo el único que dejaba traslucir sus verdaderas motivaciones”.
También el único que no las caricaturizaba y las describía como “viejas y feas para ocultar su propia libido”, algo que el director explica que se hacía para demonizar en una misma persona a muchos más colectivos. “La inquisición fue una política para educarnos hacia ciertos prejuicios y esquemas morales de obediencia y poder, y eso suponía hacer la amalgama con cualquier cosa que no fuera católica, y por eso se hace a las brujas con una nariz judía, para estigmatizar también a los judíos, los árabes, a las creencias locales… se genera una imagen cliché a propósito, y se describen como viejas y curanderas cuando se ha comprobado que esas descripciones no corresponden a sus edades verdaderas. Es para ocultar la libido, para ocultar que les perturbaba su belleza”, apuntaba entonces.
Una apuesta que ha conectado con el público, y que demuestra que el cine que cuenta historias que parecen locales, acaba siendo universal cuando hay algo importante que contar y algo que nos une a todos más allá del idioma que hablemos.
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